Dijeron que salió de prisa con su maleta en la mano. Sin mirar atrás ni un instante se fue alejando a medida que iba cruzando caminos; había llegado de improviso de su largo viaje.

Laura bajó la mirada sin saber qué hacer o decir y todos los presentes se miraron unos a otros con asombro. Semblantes de incredulidad y mutismo, lo recibieron. Antonio, inmóvil, sin franquear la puerta, con maleta en mano, traje arrugado y rostro desencajado ante la sala abarrotada de familia y vecinos, preguntó en silencio lo que no podía pronunciar en voz alta. Las conjeturas flotaban en el aire, y las explicaciones invisibles salían de los ojos de los invitados. Herida ya por el aguijón del arrepentimiento, Laura, mal disimulada, dio media vuelta y de espaldas enjugó sus lágrimas. Ella quería justificarse diciéndole que sus cartas dejaron de llegar. Él, con la ilusión rota, quería explicar que, afanado, preparaba su regreso. No hubo diálogo, por el contrario, ambos quedaron sumidos en una mudez desolada al darse cuenta de que la situación no se podía remediar.  

Su madre, al entregarle el ramo de alelí, le dio un abrazo y unas palmadas en la espalda.

Salió la comitiva en silencio. Con caras serias acompañaron a la novia que enmudecida esbozó una forzada sonrisa al novio que la esperaba en la iglesia, mientras que, Antonio a pasos agigantados se alejaba. 

Aquel acontecimiento truncado en despedida definitiva dejó una huella en el pueblo. Por mucho tiempo, todos los que lo presenciaron, sintieron como suya la derrota de aquel regreso.

Según cuentan, ella no tuvo una vida feliz y, él se fue a otras tierras. Las dos lápidas, una al lado de la otra, dan cuenta hoy de que al final, Antonio regresó por segunda vez para quedarse junto a Laura para siempre.

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