
En mi pueblo, como en tantos otros, los lavaderos de piedra de Arico duermen a la sombra del tiempo. Han sido restaurados, pero su silencio sigue oliendo a jabón y a viento.
Las losas guardan los murmullos de mujeres que ya no están: voces cantarinas, risas que salpicaban el agua, manos curtidas que frotaban la tela como si en cada prenda se jugara el destino. Niñas, jóvenes, ancianas; todas dobladas sobre el mismo cauce, lavando no solo la ropa, sino también las horas.
El aire era un tendedero de blancuras: enaguas, vestidos, sábanas que danzaban como banderas de un país que perdió su nombre.
Allí se aprendía sin saberlo: el peso de la costumbre, la forma de la paciencia, el rumor de la pertenencia.
Pero llegó ella: cuadrada y blanca, con un solo ojo en su semblante, girando y girando, y el agua abrazando todos los tejidos.
Comprendimos que era más que un objeto: era memoria, fuerza y milagro.
Con cada ciclo aclaraba más que ropa; lavaba silencios, cansancio y olvidos.
Con cada enjuague liberaba las manos cansadas. Transformaba lo cotidiano en milagro. Y nos devolvió horas a nuestros días.
Gracias a ella, las mujeres alzamos la mirada, el mundo fue nuestro y logramos estudiar, trabajar, soñar.
Hoy, la cultura de los lavaderos y la modernidad de la lavadora se encuentran: una nos habla del pasado; la otra nos dio libertad para construir el futuro.
A veces, observo el tambor girar; me parece oír risas antiguas, voces que cantan entre el agua.
Y, quizás, está girando para recordarnos que todo empieza de nuevo cada vez que el agua toca la piel.
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