Mª del Valle
María del Valle García del Castillo y Bello

Algunas tardes, cuando la brisa se desliza por las medianías, salgo a caminar. Hay  una calma suave en el amarillo del sol. y, me invita a mirar con otros ojos.  

Las huertas están sembradas de jable, que crujen bajo los pasos y las hojas se curvan  silenciosas, como si guardaran secretos que el aire casi me revela. Avanzo despacio entre las  viñas, los naranjos, los nísperos. Y fue cerca del almendro donde encontré el primer  fragmento. 

Entre las pumitas resaltaba un color rojizo, diferente, era un trozo de cerámica,  gastado por el tiempo, apenas un pedazo de lo que alguna vez pudo haber sido un gánigo,  un plato o una vasija de barro.  

Lo cogí con cuidado, como si aún fuera frágil, aunque seguramente llevaba años,  quizás siglos, esperando ser descubierto. No sé por qué ese pequeño trocito me conmovió  tanto. Tal vez porque, en su silencio, parecía contar una historia.  

Seguí caminando, y encontré otro, y otro más, desperdigados entre la tierra: más  pequeños, otro con una curva suave, uno más con una línea casi imperceptible que parecía  parte de un asa. 

Sentí que esos trocitos de cerámica eran como la vida misma: hecha de momentos,  caídas, roturas inevitables, entierros, despedidas… risas, complicidad, encuentros y resurgir  en la naturaleza siempre viva. 

Con un gran regocijo volví a casa, con mi gran tesoro. Testigos de un pueblo que  vivió cerca del ritmo de lo que le rodeaba, y cuya memoria todavía respira entre las piedras,  la tierra, la higuera, las labradas paredes, sus casas cuevas. 

Y vuelvo a mis paseos casi a diario, como si de una atracción adictiva se tratará. Y  sigo recolectando pedacitos de su cultura, recordándonos que somos parte de algo más  grande, que late en el paisaje nacarado, verde, marrón, rojizo de la tierra de Arico.

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