Durante los últimos quince años todas las asignaturas bajo mi responsabilidad, desde los primeros cursos de grado hasta los de máster, compartían algo especial, la primera clase, la más importante. En una especie de preparación para cualquier contenido posterior y aún más para la propia vida más allá de la universidad, en esta clase dos claves se daban invariablemente. Nunca fue preciso cambiarlas, pues su vigencia se mantuvo intacta hasta hoy, donde incluso parecen cada vez más necesarias en esta época tan difícil que vivimos. Ambos mensajes están basados en una ética de la vida, en el ideal utópico del mejor de los mundos al que nunca deberíamos renunciar. Desde un foro con repercusión en colectivos humanos como es la docencia, la responsabilidad es máxima, las palabras que se emiten tienen consecuencias. Consciente de esto, las claves se donaban desde esta perspectiva elevada: “Vivimos en una gran mentira” y “hay que ser optimista”, sencillas en apariencia, profundas y poderosas en su esencia. Dejaremos la primera para un futuro artículo y hablemos hoy del optimismo. Si queremos mejorar el mundo y a nosotros mismos, el optimismo es imprescindible por algunas razones como las que resumiremos a continuación.

En primer lugar, si pensamos que es imposible cambiar el mundo, que no tenemos ningún poder, entonces ya nos estamos desconectando del objetivo. En general, la desconexión toma la forma más frecuente de una evasión sin fin bajo el lema “a vivir, que son dos días” con numerosos mecanismos donde elegir. La otra postura suele ser una frustración al creer que todo esfuerzo es en vano, una impotencia que crea pesimismo y deprime ante un infierno de maldad e injusticia que nos invade a través de los medios o experimentamos en nuestra propia vida. En ambos casos se pierde lo más importante, nuestra aportación personal e intransferible, nuestro grano de arena único, aquel que podría ser justo el necesario para inclinar la balanza al lado del bien, de la luz. Este sí es el verdadero drama.

Por otro lado, si aceptamos, aunque sea en un cincuenta por ciento, el principio metafísico de que somos nosotros los que creamos la realidad desde nuestros pensamientos, creencias y emociones, ¿cuál debería ser nuestra postura si queremos el mejor mundo? La respuesta es simple y proporciona una razón poderosa, pues podríamos estar creando justo lo que no queremos si somos pesimistas.

Otra razón, esta vez desde la ciencia, es la ley de evolución, que significa simplemente la vida defendiéndose a sí misma a través de infinidad de mecanismos que buscan eliminar las amenazas a la supervivencia de las especies. La pregunta aquí sería ¿qué amenaza la supervivencia de nuestra especie?. La ley de la evolución nos protege y, por tanto, son los que amenazan a la humanidad los que serán eliminados si esta ley comprobada científicamente se cumple.

Alguien dijo que “un pesimista es un optimista bien informado”, sin embargo, como plantearemos en la segunda clave que enunciamos al principio, bien informado no hay nadie, con lo cual este lema es incorrecto, más bien parece una justificación de quien elige consciente o inconscientemente al pesimismo como lugar. Nuevamente, el pesimismo no encuentra justificación ¡Viva el optimismo!

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