Y hoy me llega a mi memoria aquel sonido como si lo estuviera escuchando ahora, en este preciso momento.
El pedaleo incesante, la aguja atravesando la tela y la respiración de una de las personas más importantes de mi vida, mi tía Araceli, la costurera, se me presentan como una vieja película.
Mi niñez, entre mi casa y la de mi abuela, nos marcó a todos, pero en especial, a mí que era la mayor.
Aquella máquina de coser, con la que daba vida a tantas cosas hermosas, me atrajo desde muy pequeña, llamándome sobre todo la atención, la agilidad y la destreza con la que mi tía se desenvolvía con ella.
Me acostumbré a ver los patrones sobre la mesa del comedor, los retales y cortes cayendo al suelo, aquellos que recogía con mis pequeñas manos para colocarlos, a modo de vestido, sobre mis muñecas.
La máquina de coser, con la que teníamos prohibido jugar, se encontraba en el cuarto de la costura, un lugar al que no podíamos entrar, en el que las señoras iban a probarse y donde se encontraban tesoros, como agujas, alfileres, hilos y telas de todos los colores. Y presidiendo una de las paredes, al lado de la ventana, estaba ella, la herramienta de trabajo de Ara. Recuerdo su base de madera, con dos pequeñas gavetas, una en cada esquina, su gran rueda que giraba y giraba, su estructura de base metálica, y la máquina negra brillante, con preciosos bordes doradas en la que se podía leer la palabra SINGER. Aquella gran aguja, que alimentada por el carrete de hilo de color blanco, o negro o azul, daba puntada sobre puntada al tejido que bajo ella iba adquiriendo forma.
Cuantos vestidos, faldas y blusas nos confeccionó a mí a y a mis hermanas, como lo hizo en su momento con mi madre. Incluso para carnavales, nos diseñaba disfraces que eran únicos, preciosos y verdaderos tesoros, porque eran creados por ella, con esfuerzo y trabajo.
Incluso tuve la suerte que entre ella y otra tía mía, hermana de mi madre, también costurera, me hicieron mi vestido de novia. Un vestido que guardo como oro en paño, ya que en él dejaron su cariño, su amor y sobre todo tiempo de su vida. Fue el mayor regalo que pude recibir y todo un orgullo haberlo llevado ese día tan especial.
Y así, un día sus manos, su vista y su salud, le impidieron seguir con su trabajo de costurera, y la máquina quedó relegada y abandonada en el cuarto, junto con el resto de los tesoros de costura.
Hoy en día la base metálica se ha convertido en una mesa de entrada y la máquina, aguarda sobre un estante que el tiempo pase y nunca se olviden de lo que significó en la vida de nuestra familia.
Y llegado a este punto, vamos a hacer un poco de historia y conocer como surgió esta máquina que ha ayudado a aliviar el trabajo diario de tantas generaciones dedicadas a este trabajo.
Tenemos que remontarnos a la Europa del siglo XVIII, donde la costura era labor de paciencia infinita. Agujas y dedales marcaban el ritmo de los hogares y los talleres. La ropa, los uniformes, las banderas, todo pasaba por las manos de mujeres y hombres que invertían horas en cada puntada. Y en medio de aquel murmullo de hilos y telas, surgió un deseo: ¿podría una máquina liberar al ser humano de esa tarea interminable?
El primer intento lo hizo un alemán, Charles Fredrick Wiesenthal, en 1755. Imaginó una aguja distinta, diseñada para moverse con ayuda mecánica. Era apenas un destello de lo que vendría. Décadas después, en 1790, Thomas Saint, un inglés visionario, patentó una máquina para coser cuero y lonas. Su invento, aunque ingenioso, quedó olvidado, como un manuscrito que nadie quiso leer.
Pero la historia no se detuvo ahí. En 1830, un humilde sastre francés, Barthélemy Thimonnier, dio vida a la primera máquina de coser realmente funcional. Sus puntadas en cadena parecían magia. Con 80 máquinas instaladas en su taller, soñaba con vestir a Francia entera. Pero sus colegas lo vieron como un traidor: temían que aquella invención les robara el trabajo. Una noche, enfurecidos, destruyeron sus máquinas y con ellas los sueños de Thimonnier.
Aun así, la idea ya no podía morir. En 1846, un estadounidense, Elias Howe, perfeccionó la técnica: colocó el ojo de la aguja en la punta, como hoy lo conocemos, y logró puntadas fuertes y duraderas. Fue un paso monumental, aunque él mismo luchó por ver su creación reconocida.
Y entonces llegó Isaac Merritt Singer, un ingeniero con olfato para los negocios. En 1851 no inventó desde cero, pero tomó lo mejor de los anteriores y lo transformó en algo práctico: la aguja vertical, el pedal para liberar las manos, la fluidez en cada puntada. Más aún, ideó una forma de vender su máquina a plazos, permitiendo que cualquier familia pudiera tenerla en casa. Singer no solo vendió máquinas: vendió el sueño de un futuro más ligero, donde las largas horas de costura se reducían a instantes.
A partir de entonces, la aguja mecánica se extendió por el mundo. Las fábricas comenzaron a producir ropa en masa, la moda se democratizó, y las familias sintieron alivio en sus hogares. La máquina de coser se convirtió en símbolo de modernidad y de esperanza.
El siglo XX trajo consigo la electricidad. Las manivelas y los pedales dieron paso a motores que aceleraban la costura. Luego llegaron los modelos electrónicos y computarizados, capaces de bordar, decorar y crear diseños imposibles para la mano humana.
Hoy, en pleno siglo XXI, la máquina de coser sigue siendo compañera de costureras, diseñadores y artistas.
Ahora, nos vamos a detener y realizar un estudio más concreto en nuestras islas Canarias. Es la empresa SINGER la que exporta sus primeras máquinas a las islas de Tenerife, Gran Canaria y La Palma en el año 1880, según informa el periódico El Independence de ese año. Los puntos de venta fueron la Calle Cano, 3 en Las Palmas de Gran Canaria, la Calle Carrera, 13 en la Villa de La Orotava (Tenerife) y en la Calle Santiago, 13 en Santa Cruz de La Palma.
Entre los modelos más vendidos se encontraban Singer Medium, Singer Brazileira y Singer Saxonia, valoradas por su diseño elegante y el práctico pedal que facilitaba el trabajo.
Una de las consideraciones a tener en cuenta fue que debido a la dificultad de desplazamientos en las islas, la empresa decidió dar cursos en los municipios más alejados, acercando la formación práctica a toda la población y gracias a esta estrategia, Singer se convirtió en la marca más vendida en Canarias y en España, no solo por la calidad de sus máquinas, sino también por su enfoque en la formación y empoderamiento de las usuarias permitiendo de esa forma que pudieran trabajar desde casa, especialmente en contextos económicos difíciles, creando nuevas oportunidades de subsistencia.
Desde estas páginas quiero dar un homenaje a todos y todas las que han usado, usan y usarán las máquinas de coser, ya que no son solo un instrumento de trabajo sino es la herencia de siglos de ingenio, de frustraciones y de sueños. Una historia que nació en talleres humildes y que terminó transformando la manera en que vestimos, trabajamos y vivimos.
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