No lo recordaba con precisión. Para eso de las fechas de verdad, no las de los libros, a D. Pedro le resultaba engorroso ordenar en su cabeza, asociar unos números a una experiencia muy concreta. Había optado por crearse unas tablas en las que recogía cumpleaños, aniversarios y otros eventos dignos de incluir, no solo de familiares y amistades, también las habían ido engrosando referencias exactas a aquellos alumnos que habían compartido, y aún lo hacían, la finalización oficial de sus estudios superiores -médicos, abogados, enfermeros, biólogos, arquitectos, informáticos, radiólogos, profesores... - hasta los datos de las presentaciones de poemarios, novelas, cuentos, ensayos... a las que había sido invitado por el alumnado en quien había avivado la llama de la creación literaria.
Pero no las fechas de las defunciones, prefería reanimar los momentos compartidos en vida con quienes ya se habían marchado. La época y el año sí figuraban en su archivo mental. Desgraciadamente, había asistido a la última despedida de unos cuantos alumnos, de un puñado de excompañeros.
Lo de la difunta María, profesora de Filosofía con la que había disfrutado unos seis cursos en el mismo centro, marcó un punto de inflexión en don Pedro.
Como cada sábado, poco antes del mediodía, don Pedro se encontraba seleccionando la fruta en la tienda de Pepín, productos de la isla cultivados por pequeños agricultores. Clara, la mujer del tendero, atendía en la caja. Siempre le comentaba a don Pedro noticias, rumores, curiosidades vinculadas con el mundo de la enseñanza, era maestra de profesión. No conseguía recordar don Pedro por qué Clara lo había mencionado. Por esas fechas se cumplía ya un año de la muerte de María, mediados de agosto, cuando la maestra le soltó la primicia: la detección casual de un cáncer, metástasis avanzada. Su marido es médico, dicen que no le hizo ningún caso a los síntomas que le venía relatando María; de haberla escuchado, quizás... También dicen, en descarga de él, que ella pecaba de hipocondría... A saber.
D. Pedro se limitaba a asentir con la cabeza a Clara mientras colocaba la fruta en la bolsa de la compra. Mejor no rememorar la oscuridad del dolor.
Pidió la baja la última quincena de junio. Al parecer ahí comenzaron a realizarle las pruebas médicas: cansancio extremo, pérdida injustificada, aparentemente de peso... Pero todo esto, prosiguió Clara, se supo después de su muerte, lo llevó muy en secreto en el seno familiar, terminantemente prohibido hablar del tema con nadie.
Se precipitó la realidad, se dispararon las murmuraciones.
Don Pedro impartía clase a su grupo de tutoría de 2º bachillerato. Compartían, conversaban con frecuencia no solo sobre el ámbito educativo y aunque había percibido cierto deterioro en la salud de la compañera María, ella evitaba cualquier alusión al respecto. No le sorprendió su ausencia al final del curso. La única fuente fiable, su amiga Luisa, profesora de Economía, apuntaba al agotamiento típico del cierre de curso.
Cuando don Pedro regresó a la isla, segunda quincena de agosto, fue Clara quien le informó de sopetón de la noticia, creía que ya se habría enterado, de eso se entera todo el mundo, dicen, más en islas menores, puntualizó. Se quedó helado. Guardó silencio. Se volvió hacia el fondo de la tienda, extrajo con mucha dificultad un pañuelo de su bolso; empapado en lágrimas, conteniendo a duras penas el llanto, cabizbajo permaneció allí, recogido en la penumbra del rincón unos minutos. Clara, conocía a don Pedro hacía unos años, respetó aquellos instantes de dolor profundo. Después se atrevió a abandonar la caja, se acercó a él, lo siento, lo siento mucho, pensé que lo sabías, se disculpó al tiempo que le acariciaba los hombros con ternura.
El uno de septiembre, en el centro, entre los saludos afables, las risas, los rostros nuevos, se filtraba algún escuálido comentario sobre la pérdida de María. Don Pedro, más aún Luisa, aguardaban su reaparición por los pasillos, risueña, recuperada, dispuesta a afrontar un nuevo curso.
Se aludió escuetamente, casi de puntillas, a su muerte en el primer claustro, a la corona de flores que se había enviado en nombre de todos, las palabras consabidas, con aroma a vacío, a tradición sin alma.
Don Pedro echó en falta una porción más de verdad, de componente humano, de sentimientos desnudos, ¡¡había muerto una persona, compañera con poco más de cincuenta años!! Se sepultaba su vida, su quehacer profesional en menos de cinco minutos.
Con el inicio de las clases, la rutina lo copó todo, el olvido llenó los pasillos, las aulas del instituto. Solo en los corazones de unos pocos permanecía indeleble la presencia de María.
Al inicio de la redacción de este recordatorio, una pluma blanca se ha posado sobre el alféizar de la ventana. Inmóvil ha permanecido pese a que corre la brisa. Tal vez el alma de María...
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