Don Pedro había ido probando diferentes formas para dificultar la tendencia innata de una parte del alumnado a hacer trampas, al uso de las incombustibles chuletas.
Los martes impartía clase a los tres grupos de 2º bachillerato, día elegido para la realización de las pruebas escritas. Sobre la mesa del profesorado había depositado los tres modelos de examen, Alberto, alumno siempre dispuesto, distribuía dos folios por persona, en su extremo inferior izquierdo aparecía la firma del profesor, hoy tocaba en negro.
Don Pedro había pedido a Isabel, la delegada del grupo, que eligiera desde su asiento. Dudó, optó al fin por el modelo de abajo, el fragmento en el que se relataba que Ángela Vicario había estado durante 17 años escribiéndole a Bayardo San Román sin recibir respuesta alguna. Más de dos mil mensajes que este llevaba meticulosamente empaquetados, sin abrir, el día en que se presentó ante ella. Reacciones diversas en el alumnado por la elección.
No existía tregua. Tensión. Olía a tragedia, a triunfo, a indiferencia. Don Pedro, sigiloso, se movía por el aula, se apostaba atrás, en los laterales, junto a la puerta... de modo que muchos lo buscaban con la mirada encogida.
Las mochilas se habían agrupado en la parte delantera; los móviles, relojes inteligentes... sobre la mesa del profesor. A la vista cada alumno tenía la hoja del examen, los dos folios marcados, dos bolígrafos, líquido corrector. El protocolo se venía repitiendo desde el inicio de curso. Levantar la mano, no la voz, en caso de duda y esperar la atención de don Pedro.
Como siempre Álvaro, Ariadna, Samuel y Claudia habían comenzado a escribir la contextualización del comentario antes de recibir la copia de la prueba, el tiempo les resultaba insuficiente.
Miradas hacia esos puntos invisibles en donde hallar el milagro de la inspiración; miradas hacia el folio vecino en busca de un título, una fecha, una señal que reactivara el recuerdo; miradas furtivas, otras más atrevidas a espaldas del profesor mientras resolvía alguna consulta, tal vez programada, de algún compañero.
Nos dejarás más tiempo, profe -comenta Samuel desde la primera fila de la izquierda, parte media. Esto no hay quien lo acabe en cincuenta minutos; me duele ya la mano... A coro se quejan los habituales, al menos cinco o diez minutos -añade Álvaro-, seguro que la profe de filosofía nos deja un rato de su clase.
Como de costumbre don Pedro se compromete a consultarlo con ella en cuanto pise el aula de 2ºA. No perdáis más tiempo, seguid escribiendo, en silencio, por favor -concluye.
A doña Marta, profesora de filosofía, no le importa, incluso un cuarto de hora si fuera necesario. Diez minutos, recogerá las pruebas, se las llevará un alumno al aula de 2ºB donde don Pedro estará pendiente del mismo examen, modelo de arriba, texto que correspondía a la escena final de la muerte de Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada.
Por la tarde, don Pedro ordena con sumo cuidado los tres montones. En el de 2ºA no hay manera de cuadrar los bordes de todas las hojas; hay dos rebeldes, no encajan. Las separa, las palpa, las superpone a otras. Asombroso, la firma parece auténtica, pero la textura del papel es diferente, menor grosor, tamaño ligeramente mayor. La curiosidad lo empuja a leer el contenido. Las respuestas teóricas perfectas, sin faltas de ortografía. Sara Rodríguez, alumna promedio, con al menos diez errores ortográficos por examen, había redactado una prueba de ensueño.
Don Pedro al día siguiente, sobre la pizarra blanca de 2ºA, sin mediar palabra, escribe HONESTIDAD. El silencio lo copa todo, miradas cruzadas, entrelazadas, cómplices hasta que comienza a explicar el detonante de aquella incómoda situación. No cita nombres, no culpa a nadie; confía en que la persona culpable hable con él en privado, aclare el asunto, acuerden una solución.
Transcurrieron los días, las semanas, las vacaciones navideñas... Don Pedro continuó escribiendo con tinta negra sobre la pizarra blanca, al inicio de cada clase, el mismo término. Aún sigue esperando que Sara Rodríguez le explique, en privado, por qué aprovechó el despiste y la confianza de doña Marta para cometer el delito.
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