El pasado día 25 de junio en La Orden del Cachorro Canario en Las Palmas de Gran Canaria, tuvo lugar el encuentro mensual de "Tertuliacte".

Fue un encuentro literario, por muchos motivos, especial. Todos tuvimos la ocasión de leer el trabajo de narrativa corta, que realizamos para la ocasión. Y, mientras disfrutábamos de cada una de las lecturas, degustábamos placenteramente una bebida. Al término, tuvimos la ocasión de expresar nuestra opinión sobre los trabajos realizados: esos sellos que imprimen sus autores, los detalles que se pueden observar en cada uno de los relatos y largos detalles de los mismos.

Ecos de un amor eterno

Al salir de las clases de música, se encontraban a escondidas para pasear juntos de la mano, buscar la confabulación en la sombra de cualquier anochecer y sellar promesas encendidas mediante el tácito pacto de los besos y las miradas.     

J. J. Mújica Villegas 

Todo se llenó de alegría aquel verano de 1961. Había nacido el bebé: era de piel tersa y tono moreno, como el de su padre, sus mofletes regordetes y su mirada vibrante. En la familia recordaban que a abuela Lola le gustaba su nariz respingona y a todos los que entraban y salían de su casa, les encantaban sus labios gruesos, sus risas y sonrisas y ese olor peculiar que tiene la colonia de bebé.

En sus primeros años de vida y hasta llegar a la pubertad, su presencia en cualquier lugar, por muchos motivos, era conmovedora. Aunque quizá fueran esos fines de semana en la Villa del agua lo que estaba haciendo de él un muchacho con un futuro prometedor.

Sin embargo, no hubo de pasar mucho tiempo para que algunas cosas, durante los días de descanso, cambiaran. El Panda comenzó a subir y a bajar más ligero de lo acostumbrado, cosa que a su mamá, por un lado le preocupaba, pero por otro, lo aprovechaba para cumplir uno de sus mayores deseos, hacer centros de mesa con flores naturales. El viaje de regreso a la urbe era simple, dos pequeños bultos de ropa sucia y, el resto de la carga, multitud de flores con las que decoraba los salones de casi todo el bloque donde vivían.

Entre tanto, su primogénito, había sabido construir, en cada instante de esos días de asueto en la ciudad, un auténtico espectáculo de magia. Había sabido adornar cada detalle hacia ese primer y único amor. También tuvo la fortuna de encontrar, cuan envoltorio en un día de Reyes, a la mujer perfecta: esa que incluso sintiendo tímida, oteaba el horizonte y caminaba erguida en busca de un futuro mejor. Siempre ocurrente y risueña, cargada de actitud, de inteligencia, la que era capaz de dispensar un trato inigualable a todos, la que con una sonrisa lograba cualquier cosa.

Una pareja así, aparentemente, podía cimentar cualquier amor. Lo cierto, por duro que parezca, nunca sucedió, ya que tuvo que marcharse precipitadamente -¿Quizá la felicidad completa no exista?

Aún guardo dos fotografías que me entregó la última vez que hablamos. Él quería explicarme algo de personas adultas, ¡pero yo aún era un sollajo! Andaba en otro mundo, ese en el que mi incomprensión por mor de aquellos diez dichosos años de diferencia no me dejaron entender absolutamente nada.            

Volviendo a esas dos fotografías, Polaroid, donde se desnudaban a besos y caricias, todavía puedo sentir que su amor iba más allá de lo que se podía apreciar en esas instantáneas. Las miro y tengo la sensación de que me hablan y me hablan. En una, contemplo como abordan ese barco de la famosa calesita instalada en el parque de atracciones de Maspalomas, dando vueltas y más vueltas. En la otra están subidos en el “Pitirulo” arropando a su bebé al tiempo que se besan; él, siempre cariñoso, se funde alrededor de la cintura de su amada, en un tierno abrazo.

Esa bebé, hoy adulta, cuenta al mundo: -que no sólo se puede, sino que también se debe creer que el amor es posible.

Las Palmas de Gran Canaria, lunes 25 de junio de 2025


Fue un encuentro, este de finales de julio, estupendo. A pesar de estar en época estival, la afluencia de compañeros fue magnífica y, el trabajo realizado, aún más. ´

La narrativa corta y su interpretación levantó gran expectación por su creatividad. Al término de las lecturas "compartidas con bebidas", nos despedimos sin lágrimas, hasta la vuelta de las vacaciones.

Entre Sorbos, Chismes y Secretos

Por Aurelio V. Lorenzo Casimiro

Esa mañana me sentía extraño. «¿Qué te gusta?», preguntó Isolda. «El café», respondí sin pensar. Me dijo que quería prepararlo, pero que no sabía cómo. La observé atónito. Actuaba como si viniera de algún destierro. Le mostré, paso a paso, cómo hacerlo. Miraba con tanta atención que podía sentir sus ojos en mi piel.

Natacha G. Mendoza

A pesar de estar alejados de la bonita Villa de Agaete, algo le inculcó mamá Lola a toda su familia. El consumo del mejor café del mundo: «El grano de Agaete chiquillas», decía. Incluso, predicaba con el ejemplo: casa que iba, bolsita de café que llevaba. Algunos no pasaban por la tienda a comprar café, querían degustar el placer inigualable que se sentía al degustar una taza de java, como decía doña Emilia, la cuñada de mamá Lola. Ella hacía pocos años que había regresado de Cuba junto a su esposo. Sin embargo, sus hermanos: Tenesor, Benahuare, Doramas, Guayre y sus esposas, apreciaban tal manjar como si fueran grandes baristas: «El aroma, el cuerpo, la acidez, el tueste», decían. Asimismo, Pino y Rosa María, lo que más les interesaba del buchito de café, era la charla posterior; más que una conversación era un chismorreo en toda regla en la que despellejaban vivos a casi todos los vecinos de Haría. Los únicos que se salvaban de la quema eran el cura de la parroquia y Cesar Manrique que, aunque no procedía de Haría, estaba considerado por la familia Oramas, Patrimonio Universal. Razón no les faltaba.

El poco tiempo del que disponía mamá Lola para el placer, era tras el cuidado de sus nietos. Gozaba no sólo regalando café. También le gustaba departir una buena conversación con su hermana Emilia y, a pesar de su edad: estudiar. Le enloquecía estudiar. Eso sí, siempre acompañada de una taza de ese humeante café. Y si lo del café de Agaete resultaba curioso, no menos la habilidad que tenía para recordar. Cualquier cosa sucedida en su vida, estaba guarda en una parte de su cerebro como si fuera un fotograma: la hora, el día, el mes, el año, el lugar, el olor, el color, las personas que rodeaban dicha situación, cualquier momento era recordado de manera milimétrica. Su cerebro era, sin lugar a dudas, un auténtico ordenador humano. Esta habilidad sólo la conocían, su esposo Tenesor, su hermana Emilia, y el rector de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, que ante tal evento dijo: «¡Nunca conocí, durante mi docencia, alguien con hipertimesia!».

 Mamá Lola, de manera jocosa y queriendo quitarle importancia al asunto, dijo: «¡No se les ocurra pensar en cosas raras, esto es gracias al café de Agaete». A lo que su esposo y su hermana Emilia rieron a carcajadas.

Las Palmas de Gran Canaria, 30 de julio de 2025


Tecafileche con gofio

Por Tino J. Prieto Aguilar

En la casa de Zárate, el tiempo ya no corría: se mecía. Era marzo, y por la ventana entraba la brisa con olor a geranios de Minguita, rosas de Tatjana y café reciente.

Él removía el tecafileche con una cucharita de madera que fue de su madre. Le echó un pizco de jengibre, como en los días de desayuno compartido, y sopló con ternura.

¿Sabes? Ese sorbo, tibio y dulce, era más que una bebida: era un conjuro. Cada mañana, al tomarlo, escuchaba la copresente voz de Mamá Carmela diciéndole muy dulce: “¿Le pusiste gofio, mi niño?”
Y en el aire una respuesta mágica brotaba: “Sí, Mamita, como tú me enseñaste”.

La radio sonaba bajita en la otra habitación, y el portátil, como en aquellos días para ella, abría las alas con el aire andaluz de Rocío Jurado y una gelatina de fresa temblaba en el platito blanco como si fuera un corazón.

Tomó el Poemario de Los Olvidos y se dirigió al balcón, con la respiración algo inquieta.

Miró al horizonte, su azul Atlántico y sintió que ese desayuno era, en realidad, un ritual. Que el amor habitaba el tiempo, y esa mezcla, cuando combina en armonía, sabe a hogar.


Noche de San Juan

Por Katy Hernández

Las brasas aún ardían en la arena cuando ella se acercó al mar.

La Noche de San Juan había desplegado toda su magia sobre Las Canteras: Música flotando entre risas, cuerpos danzando alrededor de hogueras, y fuegos artificiales dibujando deseos en el cielo.

Ella traía en los bolsillos tres papeles doblados: uno con lo que dejaba atrás, otro con lo que quería sanar, y el último con lo que soñaba encontrar. No los quemó de inmediato. Primero los sostuvo con las manos abiertas, como si el viento tuviera algo que decir.

Cuando las llamas se los llevaron, se descalzó y caminó hacia el agua. El océano estaba, como si también celebrara, y al sumergirse sintió que algo verdaderamente antiguo se desprendía de sus entrañas.

En la orilla, otras almas hacían lo mismo.

Cada cual en su pequeño espacio, cada cual en su particular creencia de que todo lo bello, lo nuevo y lo verdadero es realmente posible.

Porque en San Juan, incluso el fuego y el agua se dan tregua para que renazca el alma. Y mientras el cielo se llenaba de luz, ella supo que lo que había pedido ya latía en algún lugar del universo, camino hacia ella.

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