sirena
Yirelys-Dominguez-Ruiz
Yirelys Domínguez Ruiz

 

 

 

 

Era virgen, o al menos eso dicen todos aquellos que la conocen; también era hermosa, nada se comparaba con sentarse junto a ella y ver caer la tarde.

Tan cálida, tan blanca su arena y sus aguas tan cristalinas.

—Ja,ja,ja —comenzaron a reírse todos los que escuchaban la historia.

—Pero, Ernesto, pensé que hablabas de una mujer —dice Pedro, sentado al final de un viejo banco en aquel portal oscuro, plagado de mosquitos y donde casi todos los domingos se reúnen los cinco amigos a contarse historias que, casi siempre, están muy lejos de la realidad.

—Usted como siempre, tan mal pensado, ¿qué creías que les iba a contar? —dice Ernesto.

—No sé, la verdad me gustó mucho como comenzaste la historia. — Aseguró Pedro riéndose a carcajadas y con la boca tan abierta que casi pudiéramos verle el alma.

—Por favor, deja que Ernesto continúe, no me quiero dormir sin escuchar el final.

La que se ha quejado es Elena, una mujer de unos cincuenta años, pero que por su apariencia tal parece de treinta. Lleva puesto un vestido largo y sus cabellos repletos de años le caen sobre los hombros como si quisieran cubrirla del frío.

—¡Si, si! —continúa dice Julián, otro de los cinco amigos que se reúnen en este portal, y que hoy, aunque nadie lo crea, no se ha tomado ni una copa de vino.

Julián es alcohólico, vive solo, su familia le ha dado la espalda.

— Hola, me llamo Julián y soy alcohólico.

Ese fue su saludo el primer día, como si hubiera llegado a una reunión de alcohólicos anónimos.

—Voy a continuar por favor —interrumpe Ernesto.

Como les decía, era una playa hermosa, y ahí, justo cerca de la orilla tenia él su cabaña, una de esas con paredes hechas de juncos y techo de hojas secas de palmeras, tenía un piso de tabloncillos que lejos de estar pulido, casi siempre le causaba uno que otro daño a sus pies descalzos.

Él era un joven alto, de tez morena, casi siempre despeinado, al menos cuando su pelo no andaba mojado.

—Pero ¿cómo se llama?  —inquiere Elena.

—Óscar, se llama Óscar —responde Ernesto, mirándola fijamente a los ojos.

Tenía colgadas en las paredes cientos de redes de pesca y un arpón guardado detrás de la puerta, que solo usaba los domingos. Cada mañana, se sentaba en la orilla y le tejía un collar a su madre, que vive lejos. Lo hacía con conchas y caracolas que dejaban las olas.

—¿Alguien ha visto a Esteban? —pregunta Pedro.

—Hace un rato dijo que iba al baño —le responde Julián, que ya está tirado en el suelo por el sueño y el cansancio.

Mientras, Ernesto continúa...

—Al fin es domingo y Óscar toma su arpón, se dirige al mar, y lo hace con tal velocidad que parece que tuviera alas, es como si sus pies no tocaran la arena.

Oscar está desnudo, así le gusta pescar.

—¿Desnudo? Creo que ahora a la que le gusta cómo va la historia es a mí. —Dice Elena con una sonrisa pícara en el rostro.

—Sin más preámbulos, Óscar se lanza al mar, busca ese pez que se le ha escapado tantas veces, ese de color azul con las escamas adornadas por perlas y corales de mar. Ésta vez, nada mucho más profundo, casi no le llegan los rayos del sol y, como si fuera poco, está por comenzar una tormenta.

—¿Tormenta? Tormenta es la que ha dejado Esteban en la cocina —interrumpe Pedro, quién había salido a buscar a Esteban.

—¿Lo encontraste? —pregunta Elena, preocupada.

—No, no lo encontré, ese deber estar tirado en cualquier rincón por ahí.

En medio de todo ese alboroto, Ernesto está decidido a terminar su relato.

—Como les dije, es domingo y Óscar salió a pescar. Estaba oscuro bajo el agua. pero ésta vez al fin lo tenía frente a sus ojos, el brillo de las perlas casi no lo dejaba ver, pero Oscar no lo pensó, lanzó su flecha.

—¿Pudo cogerlo?

—Pero Julián ¿tú no estabas dormido? déjame continuar —le dice Ernesto a este hombre que, tirado en el suelo, parecía en el quinto sueño.

—Sí, continúa —dice Elena mirando al mar como si esperara que en cualquier momento saliera Óscar desnudo de entre sus aguas.

—Sí, lo atrapó. Pero Óscar casi no podía ver y el pez era demasiado pesado. Poco a poco lo arrastró a la orilla y ahí, en los breves instantes de luz que le quedaban al día, pudo conocerlo. No era un pez, o al menos no lo era en parte. Qué hermosa, qué cabello tan largo, y sus rizos parecían ser hechos por las olas del mar.

—Sí, Elena, era lo que estás pensando, una sirena —dijo Ernesto, al verla tan sorprendida.

Óscar la llevó en brazos hasta su cabaña, la acostó en una hamaca con olor a peces y la cubrió con sábanas húmedas. Ella estaba asustada, quería hablar, pero Óscar no la entendía. Le brindó un vaso de agua, le curó las heridas y se quedó ahí, contemplándola desde el suelo, toda la noche.

Al día siguiente tocaron a la puerta, Óscar se asomó por la única ventana de la cabaña y se dio cuenta de que a la isla había arribado un barco enorme con grandes velas de color negro y una bandera que ... ¡si, una bandera pirata!

Abrió la puerta: ahí estaba parado frente a él un hombre de estatura mediana, algo pasado de peso y con una barba que parecía un nido de pájaros.

—Hola, buenos días, soy el capitán del Sol.

—¿Del sol? —preguntó Oscar.

—El Sol es mi barco, acabamos de atracar en la isla. Buscamos algo que se nos perdió ¿acaso no ha visto usted un pez extraño, por así decirlo, por estas aguas?

—No, no he visto nada —dijo Óscar con los ojos en la espalda, esperando que aquella hamaca no revelara su tesoro.

—El capitán, no muy convencido, regresó al barco.

Esa noche Óscar prepara todo para regresarla al mar, y al salir el sol la tomó en sus brazos como quien carga a una novia después del altar, y justo en la orilla, la acostó suavemente sobre la arena, con tal delicadeza, como si ella, fuera de cristal.

—Ernesto, me tienes con sueño, a qué hora se acaba esto —dice Pedro, cansado ya de tanta cháchara.

—¿Y Esteban no aparece? Lo voy a ir a buscar —comenta Julián, parándose del suelo.

—Déjenlo continuar, no falta mucho ¿verdad?

—No, Elena, casi estoy terminando —cansado de tantas interrupciones, Ernesto suspira y continua.

—Ahí, con la sirena a sus pies, Óscar la miró a los ojos como si no la quisiera dejar ir, sacó de su bolsillo uno de los collares que le teje a su madre, se lo puso en el cuello y le dio un beso en la mejilla.

La sirena sonrío y se lanzó al mar.

—¡Qué hermosa era! —Dijo Oscar, un tanto triste.

—¡Caballeros, encontré a Esteban! está en la playa. —grita Julián desde la calle.

—Vamos a buscarlo —dice Elena mientras se arremanga el vestido.

—Si, vamos. Por lo que veo, hoy no me dejarán terminar.

—Ah ¿porque no se ha terminado aún? —se vuelve Pedro, un poco sarcástico.

Salen todos hacia la playa y encuentran a Esteban un poco aturdido y a la vez sorprendido.

—¡Esteban, Esteban! —lo llaman todos al unísono.

—Esteban —le dice Elena, tocándolo en el hombro.

—Mi hermano ¿por qué te fuiste? —le pregunta Pedro, mirándolo con los ojos bien abiertos.

—Pedro por favor, déjalo hablar —dice Elena preocupada —¿Y ese collar, Esteban? ¿De dónde lo haz sacado?

—Me lo acaba de dar aquel niño que va corriendo hacia allá.

—¿Un niño a estas horas en la playa? —se sorprende Ernesto.

—Dejen hablar a Esteban — ruega Elena.

—Me dijo que se lo dio su abuelo Oscar, que estaba muy anciano y enfermo y ya no podía venir al mar.

—¿Pero por qué te dio el collar a ti?

—Me dijo que se lo diera al pez.

—¿Al pez, qué pez? —pregunta Ernesto.

—A ese, ese de color azul cubierto de perlas y corales que viene acercándose a la orilla.

La sirena se acerca a la orilla, tan hermosa como siempre. Pero esta triste, busca a Óscar. Quizás comprende que ya no puede venir a la orilla.

Toma el collar que Esteban le ofrece, lo pone en su cuello, y las lágrimas brotan de sus ojos. En sus manos trae el arpón, el que Óscar solo usaba los domingos.

Los amigos se echan hacia atrás asustados al verla con el arpón, pero ella sonríe y regresa al mar.

Sin nada más que hacer esa noche, los amigos deciden ir a conocer a Óscar. Sigue viviendo en la misma vieja cabaña y su hamaca sigue oliendo a peces que nunca más volverán al mar.

El niño está sentado frente a la hamaca con un cartucho de conchas y caracolas en sus manos. Óscar está tejiendo un collar.

—Buenas noches —dice Elena como quien no quiere molestar.

—Pasen, no se queden en la puerta, ya estoy demasiado viejo y casi no me puedo parar —les responde el anciano mientras los invita con un leve movimiento de sus manos y una sonrisa en el rostro.

—¿Le dio usted el collar al pez?  —le pregunta el niño a Esteban con una voz muy dulce.

—Sí, se lo di, lo puso en su cuello, sonrió y regreso al mar.

Óscar sonríe.

—Óscar ¿le puedo preguntar algo? —dice Pedro mirando detrás de la puerta.

—Sí, claro, dígame ¿acaso busca usted mi arpón?

—Sí, lo buscaba.

—Se lo regalé a ella.

—¿Y por qué lo hizo? ¿Acaso dejó de pescar usted hace tanto tiempo ya?

—No, pero desde el día que la conocí respeto mucho el mar; si pescaba, lo hacía con mis redes y solo lo necesario.

—¿Y el arpón? —dice Elena contrariada.

—Ya les dije que se lo regalé a ella.

— ¿Pero, por qué? —vuelve a preguntar Elena.

—Por si algún día regresa el barco pirata. ¿Quiere usted que le teja un collar?