Rompiente del litoral de Arrecife. Noche de Noviembre.

En su último libro titulado Arrecife, Félix Hormiga, nos invita a un recorrido singular por su ciudad, la ciudad de Arrecife. Pero no es el lugar que, probablemente, todos esperen en un primer momento: la ciudad portuaria, encantadora, caótica, desordenada, entrañable… Lo que nos presenta en estas páginas es el litoral de Arrecife, es el agua que la circunda, es la ciudad hasta donde es alcanzada por el mar.

Arrecife mira al mar siempre.

Arrecife, compendio de sutiles y precisos escollos, se lanza hacia el mar de manera que parte de él queda preso en las faldas de sus calles.

El fondo del mar de Arrecife, censado de luminosas criaturas, se renueva con el temporal.

El mar de Arrecife es una llave maestra que abre las puertas de una isla y sus secretos.

La poeta cubana Dulce María Loynaz en su célebre Un verano en Tenerife, más o menos a la mitad del capítulo III dice lo siguiente: «Tenían los antiguos una palabra muy bonita para expresar el rodeo de una isla, este ceñirla por el mar muy cerca de la orilla, anotando en grueso infolio, alturas, meridianos, paralelos, salientes y ensenadas… Esta palabra era bojear».

Si se me permite la comparación, Félix realiza, por lo tanto, un bellísimo bojeo por la ciudad de Arrecife.

Este libro es, por lo tanto, un breve bojeo y también una declaración de amor a una ciudad, así como la obra de Loynaz es una declaración de amor a una isla, a un archipiélago que llevó siempre dentro de sí, aunque estuviese lejos, en otra isla, al otro lado del océano.

Las impresiones más célebres que se han ofrecido de Arrecife y de Lanzarote desde el arte, desde la literatura, han sido, a menudo, sostenidas por personas que no han nacido en la isla y que han permanecido en ella generalmente poco tiempo, que tenían lo que podríamos considerar como una mirada exógena: Stone, Arozarena, Padorno, Perdomo Acedo, el matrimonio Aldecoa, Saramago... Todos se quedan fascinados por un paisaje único. Me centraré en dos ejemplos, por una parte, en la pintura destacaría la candidez, la ingenuidad con la que Jane Millares retrata los rincones del Arrecife que conoció en su infancia cuando su padre estuvo destinado en la ciudad como profesor del instituto. ¿No parece una ciudad de cuentos de hadas? Y desde la literatura, podría referirme a la definición que Agustín Espinosa realizó, en una rectificación de su primera impresión sobre la ciudad en su Lancelot 28º-7º: «Arrecife es un pueblo tímido, chato, sin color. Se ve que está asustado. Que tiene miedo al mar. Y pensé que el azoramiento de este pueblo de casas bajas, aplastadas contra la tierra como hato ovejil bajo la tempestad, se lo daba el mar. Que era el Océano -el pájaro de alas infinitas- lo que mantenía en su susto perenne a Arrecife. Yo no sabía -entonces- que una tradición y un viento africanos mandaban en Arrecife sobre todo».

A diferencia de estos autores, Millares y Espinosa, que he utilizado como ejemplo, Félix Hormiga aporta otra mirada, una mirada diferente, endógena, que tiene otras referencias, que se apoya en lo conocido en lo profundo, en lo experimentado, en lo heredado, y nos muestra con detalle un lugar que le es propio.

Pero cabría preguntarnos también si sería del todo acertado comparar el Arrecife de hace cien años que conoció el profesor Espinosa, con el de la juventud e incluso con el que vive hoy en día, nuestro admirado Félix Hormiga, con el que vivimos nosotros mismos. ¿Es la misma ciudad? ¿Es el mismo mar? ¿Coincidimos con la opinión de Platón o con la de Heráclito?

En cualquier caso la verdadera historia de los lugares la conforman no solo las crónicas periodísticas, los libros y testimonios oficiales. La historia son los cuentos que una madre narra dulcemente a sus hijos para que duerman tranquilos. Son las canciones que cantan los marineros en el puerto y que han aprendido en lugares muy lejanos. Son las costumbres y las leyendas que se cuentan en las casas y los cafés de generación en generación. Son las impresiones de un solitario después de una tempestad. Es lo que dicen los ojos de los náufragos, de los muertos. Es todo aquello que nunca se pone por escrito salvo en contadas ocasiones, cuando alguien es capaz de captar esa magia. Félix lo consigue aquí.

El libro, propiamente comienza con una dedicatoria a dos mujeres. Dos mujeres que solo podrían ser las protagonistas del mundo por el encantamiento de la literatura. Se trata de Agustina Luis Alonso e Isidora Torres, pulpeadoras y pescadoras, mujeres humildes de la mar de Arrecife que representan, a modo de seres mitológicos, indudablemente la esencia, la identidad del Puerto del Arrecife.

Después dos poemas introducen la I Parte del texto. En uno de ellos se declara:

El Puerto es un hábito del mar,

la señal luminosa de su presencia,

ardentía constante.

Nos introducimos en esa especie de reverberación fosfórica que suelen mostrar las agitadas olas y continuamos un recorrido por un litoral que sirve de llave de entrada a una isla siguiendo una mirada que construye un paisaje al que estamos familiarmente desacostumbrados.

En esta primera parte, por lo tanto, nos introducimos poco a poco por una corriente que recorre el litoral de una ciudad describiéndose a veces sensaciones, otras recuerdos y descripciones que conforman un trazado que es imposible volver a recorrer de la misma manera si uno lo vuelve a leer y que, finalmente, nos parece derivar en una ensoñación.

Después sigue “Ardentía, Parvulario, Tareas para el alumno”, y se ofrece como una aventura, una misión interactiva para el lector, al que se incita a realizar su propio, su personal bojeo de un litoral ya conocido.

En la tercera parte realizamos un recorrido geográfico e histórico que es como una lección toponímica sobre la costa y que nos obliga a indagar en los nombres que tiene cada charco, cada islote del camino empedrado del mar que es Arrecife. Detrás de cada nombre que se le ha concedido a un lugar hay una historia y nos obliga a seguir buscando hacia atrás, hacia los manantiales del sentido de las palabras e indagando en las leyendas y en una propuesta de futuro. Finalmente nos encontramos con algunas pintorescas estampas y, con el dolor. El mar siempre ofrece un camino, una salida o una llegada, pero también puede ser una tumba para los sueños.

A lo largo de la lectura debemos profundizar y comprender que muchas de las referencias que hace Félix en cada página son símbolos. No siempre resulta fácil descifrarlos. La memoria del mar, esa especie de colonización constante a la que está sometida la isla. El barco que no es un objeto hecho de tablas ensambladas, si no algo que está vivo, donde vive la gente… También menciona las creencias espirituales de la isla y lo que él considera como un sincretismo invisible: la identidad de ser canario basada en la herencia aborigen mezclada con el cristianismo de los conquistadores europeos y otra serie de elementos que caracterizan a una población de frontera y que nos han ayudado a construir nuestra identidad.

A pesar de todo:

El fondo del mar de Arrecife es la asignatura que imparte este relato.

El fondo del litoral de Arrecife es nuestro particular mundo.

En las últimas páginas del libro Félix Hormiga señala que: «Tal vez nosotros necesitemos del humilde ejercicio de sabernos parte de este Arrecife, para que podamos con alegría redibujarlo, hacerlo importante y útil, parte indivisible de nuestra vida y de nuestros sueños».

Nos ofrece, en definitiva, una ciudad para que la volvamos a construir y que sea también nuestra en la creación de una mitología, convirtiendo lo interior en exterior sin usar cuchillo, como diría la poeta peruana Blanca Varela, Félix nos ofrece así lo mejor de su visión poética y su memoria como homenaje a su ciudad. La pertenencia a un municipio líquido que generó una riqueza, la posibilidad de un territorio tanto espiritual como físico…

Para terminar, no me gustaría dejar de mencionar la complementaria y delicada parte gráfica que tiene un destacado protagonismo, además de las preciosas ilustraciones de Atchen Pounapal con motivos marinos y marineros que se incluyen a lo largo de las páginas, cabría destacar la pintura que se incluye en la cubierta (un fragmento de la reproducción que, a modo de postal pueden encontrar en el interior del libro) de María Rosa Fontangordo. El título nos devuelve a la realidad de una noche, una noche clara de noviembre, observando la blancura de la rompiente en el litoral de Arrecife. En esa espuma nos perdemos, como en el misterio de la palabra y también encontramos el oxígeno, la claridad.