El giro intersubjetivo de la Ética contemporánea.
En el S. XIX se pone en cuestión el fundamento de la ética de la conciencia, que había recorrido la Filosofía desde Platón hasta Kant, apoyando sus argumentos en la autonomía de la voluntad individual. Esta visión del ser humano como un ente individual, independiente y autónomo, hace crisis desde la filosofía moral de Hegel, que introduce la dialéctica, la lucha por el reconocimiento, en el origen de la sociedad humana. Con el llamado “giro lingüístico” (Wittgenstein, la tradición hermenéutica, Heidegger y Habermas) la lingüisticidad se constituye en fundamento explicativo del ser humano. Esta importancia del lenguaje y, por tanto, de la intersubjetividad, ya estaba en el “logos” de Aristóteles, que ha sido revitalizado por estas tradiciones.
La filosofía hermenéutica toma como modelo el diálogo, ya que la interpretación siempre supone una intersubjetividad de por lo menos dos polos. Este diálogo representa una comunidad que va más allá del momento contemporáneo, porque el diálogo se puede realizar con los textos, constituyendo una comunicación inter-histórica. En ese diálogo interpretativo hay alteridad, no sustitución. El otro se considera y se respeta. No hay verdades cerradas, el diálogo sustituye al dogma.
Se trata de un diálogo abierto, en la conversación está presente lo imprevisible. El otro rompe el auto-centrismo, no hay autor. La vida rompe el marco de la conciencia, el diálogo sobrepasa la vida de los sujetos que son producidos por la comunidad. El lenguaje es el elemento de sociabilidad, es el elemento común a todos los hombres que constituyen una comunidad lingüística. El fundamento de la racionalidad es la intersubjetividad. Otro pensador que apuesta por la intersubjetividad es E. Levinas para quien el núcleo de la ética hay que situarla en el otro, en la relación cara a cara.
Como dice G. Bello en su libro “La construcción ética del otro”: “Una heteronomía localizada en la relación con el otro, que es quien, al hacer, con su sola presencia, al yo responsable del otro, de forma intransferible y libre, lo constituye en sujeto moral”[1]. Es decir, el origen del hecho moral no es autónomo no está situado en la conciencia (Kant), ni es heterónomo, no está situado fuera del sujeto (moral religiosa o naturalista), sino que se sitúa en el sujeto en relación con el otro, en el hecho comunicativo. Ser moral significa sentirse y hacerse responsable del otro.
Este origen comunicativo del hecho moral parece que coincide con la “acción comunicativa” de Habermas, pero hay una diferencia importante y es que éste se sitúa en un plano ideal de diálogo, y, por tanto, en una esfera metaética, que no resuelve el problema de las diferencias, mientras que Levinas se sitúa en un plano ético: en la relación real con el otro. El “otro” de Habermas es abstracto, mientras que el de Levinas es concreto, cuyo rostro es un signo de expresión, incluso más allá de la intención de significar. Levinas se posiciona en contra de la ética individualista que desemboca en el liberalismo. Sustituye la relación con uno mismo, la autorreflexión o autoconciencia, por la relación con el otro, como clave de una ética alternativa a la ética individualista.
El reconocimiento como elemento clave de la moral. La aportación de A. Honnett.[1]
Desde la filosofía griega se ha contemplado la necesidad de aprobación por parte de los otros, hacia nuestra conducta, para sentirnos buenos. La vida buena de los ciudadanos era reconocida por la Polis. El reconocimiento o el desprecio público era el mecanismo social que sancionaba las conductas virtuosas o delictivas. Kant en la Crítica de la Razón Práctica, en la única formulación del imperativo categórico, con significación concreta, sitúa en el aprecio y el respeto a la dignidad del otro el núcleo de la moral: tratar a todo ser racional como un fin en sí mismo. Pero será Hegel el pensador que sitúe en la lucha por el reconocimiento la piedra angular de la ética y de la vida buena. En palabras de Honnett : “La pretensión de los individuos a un reconocimiento intersubjetivo de su identidad es la que, desde el principio, como tensión moral, se aloja en la vida social”.[2] Esta insistencia en el reconocimiento intersubjetivo, como fundamento de la moral, que introduce Hegel, representa un giro desde la posición naturalista y biologicista de Hobbes y Macquiavelo, que situaban el origen del hecho moral en la lucha por la supervivencia. Mientras que la supervivencia representa un acontecimiento individual, el reconocimiento es necesariamente intersubjetivo. “El conflicto entre los hombres podía ser referido a motivos morales, en lugar de motivos por la auto-conservación”.[3]
Hegel explica el origen de la sociedad como una lucha por el reconocimiento, en la que los contendientes lucharán a muerte por conseguir lo único que dará sentido a sus vidas. En la lucha el más débil pide clemencia y se aviene a ser esclavo del otro a cambio de conservar la vida. Acepta reconocer la superioridad del otro. Es así como comienza la desigualdad entre los hombres que se constituyen en amo y esclavo.[4]
Esta explicación supone una reinterpretación del modelo hobbesiano de la lucha de todos contra todos, con la que se inaugura la filosofía social moderna. Se trata de un acontecimiento ético que se genera en un contexto social, no se trata, como en el caso de Hobbes, de una lucha por la auto-conservación física, sino que es un acontecimiento práctico que surge entre los sujetos. Como explica Honnett: “La reproducción de la vida social se cumple bajo el imperativo de un reconocimiento recíproco, ya que los sujetos sólo pueden acceder a una autorrealización práctica si aprenden a concebirse a partir de la perspectiva normativa de sus compañeros de interacción”.[5] Sin embargo, habría que objetar que todos los mitos sobre el estado de naturaleza, previos al estado de sociedad, presentan a adultos ya hechos, poseedores de seguridad y autonomía, prescindiendo de la etapa infantil, en al que se produce esa posible seguridad y autonomía a través de una acción intersubjetiva, en la que la madre debería ocupar un lugar preponderante. En estos mitos parece que los hombres surgen por generación espontánea como los hongos. Honnett formula tres formas de reconocimiento recíproco necesarias para que sea posible tener una vida buena, es decir, imprescindibles para la moral: la dedicación emocional; el reconocimiento jurídico; y la adhesión solidaria. El primer tipo de
reconocimiento proviene del afecto, “el niño, por la experiencia prolongada de la dedicación maternal, conquista la confianza de dar a conocer sin trabas sus necesidades”,[1] solo entonces surge la autoconfianza que le permite sentir que es importante. Esa seguridad afectiva es el punto de partida de la autonomía y la autorrealización. El segundo tipo de reconocimiento hace referencia a los derechos legales “el sujeto adulto, por la experiencia del reconocimiento jurídico, conquista la posibilidad de concebir su obrar como una exteriorización, respetada por todos, de la propia autonomía”,[2] el respeto de sí es a las relaciones de derecho lo que la autoconfianza era a las del amor. El sujeto puede respetarse a sí mismo porque tiene la cobertura del respeto de todos los demás. El tercer tipo de reconocimiento hace referencia a la esfera de los valores. Los sujetos humanos además de la aceptación afectiva, es decir, el reconocimiento emocional, y del reconocimiento jurídico, del que se deriva el auto-respeto, necesitan de un tercer nivel de reconocimiento que es la valoración social, que les permite sentirse aceptados en sus cualidades y facultades concretas, es decir, es necesaria “la existencia de un horizonte de valores intersubjetivamente compartido”.[3] En esta tercera esfera es donde se sustenta la solidaridad. “La auto-referencia práctica a la que con tal experiencia de reconocimiento pueden llegar los individuos es el sentimiento de orgullo de grupo o de honor colectivo; el individuo se sabe en ello miembro de un grupo social, capaz de llevar a cabo operaciones conjuntas, cuyo valor para la sociedad es reconocido por todos los demás”.[4] En esta situación se producen las relaciones solidarias, porque se sienten semejantes, pero no idénticos, al sentirse entre iguales, (inter-pares) y saber que los actos que realizan son valorados por los demás, desarrollan el sentimiento del propio valor, es decir, la autoestima. Resumiendo, la estructura de las relaciones de reconocimiento social comprende tres niveles: 1.- de la dedicación emocional, típico de las relaciones de amor padres-hijos, y de las relaciones de amistad, de su satisfacción se sigue la autoconfianza. 2.- de la responsabilidad moral, se trata de las relaciones de derecho, de él se sigue la generalización de deberes y derechos, de su satisfacción se deriva el auto-respeto.
[1] o.c. p. 145
[2] Ib.
[3] o. c. p. 149.
[4] o.c. p. 157
[1] A. Honnett, La lucha por el reconocimiento, Ed. Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1997.
[2] O.C. P. 13
[3] Ib.
[4] Hegel, Fenomenología del Espíritu, F.C.E. México, 1966. Cap. IV, pp. 113-121.
[5] Honnett, o.c. p. 114.
[1] G. Bello La construcción ética del otro, Ed. Nobel, Oviedo. 1997. P. 123.
3.- de la valoración social, permite el desarrollo de las capacidades y cualidades de los individuos en una comunidad de valores, de su satisfacción surge la autoestima. Llegados a este punto, Honnett da un paso más y complementa las tres formas de reconocimiento con tres formas de menosprecio que representan un equivalente negativo de los tres tipos de reconocimiento, que constituyen formas de humillación que pueden ser sistemáticamente distinguidas unas de otras. El menosprecio o humillación consiste en la situación negativa de la carencia de reconocimiento. Esta denegación produce lesiones en el sentimiento positivo que las personas podrían tener de sí, y que sólo pueden generar intersubjetivamente. La imagen que uno tiene de sí pasa por la confrontación con la imagen que los otros tienen de uno. “Con la experiencia del menosprecio aparece el peligro de una lesión, que puede sacudir la identidad de la persona en su totalidad”.[1]
Honnett describe tres tipos de menosprecio. El primero se sitúa a nivel del cuerpo, del afecto. Y la humillación se instala en el nivel emocional básico. Es el modo más elemental de humillación que mina los fundamentos de la persona. “Cualquier intento de apoderarse del cuerpo de una persona contra su voluntad, sea cual sea el objetivo buscado, provoca un grado de humillación, que incide destructivamente en la auto-referencia práctica”.[2] Esta destrucción de la propia referencia genera un estado de indefensión generalizado, que impide la autoconfianza. La capacidad de seguridad del sujeto queda bloqueada. El caso máximo de menosprecio y humillación es la violación, junto con la tortura y los malos tratos. No hay que extenderse mucho en el triste protagonismo que las mujeres siguen padeciendo, tanto en casos de violación como de malos tratos, muchos de los cuales acaban en muerte. Incluso en países democráticos, en los que gobierna un estado de derecho, y se supone que la tortura se ha erradicado, la situación de agresiones a mujeres sigue aumentando. Este tipo de abusos lesiona, como hemos visto, la autoconfianza y genera lo que Honnett llama “vergüenza social”. Por esto es tan costoso, tan difícil, que las mujeres denuncien los malos tratos, los abusos sexuales y las violaciones. La situación se agrava aún más porque rara vez se da crédito a estas denuncias y comienza entonces el segundo calvario de demostrar los abusos y las humillaciones, convirtiéndose, en algunos casos, el interrogatorio en una nueva tortura. El maltrato es moneda frecuente en todos los noticieros, sin que se tomen las medidas necesarias para solucionarlo, ni siquiera se considera un tema verdaderamente grave, como puede ser el del terrorismo. De esta manera las mujeres son vejadas, golpeadas, humilladas, y asesinadas por sus hombres, como demuestran las estadísticas. En los juicios que se celebran por asesinato de la esposa, con frecuencia se considera atenuante la alegación de que el marido estaba presionado por ser atosigado continuamente por ella, de tal manera que rezongar puede convertirse en motivo suficiente para ser asesinada. Enlazando con esta constatación de desigualdad ante la ley, pasaremos al segundo tipo de menosprecio, que hace referencia a la carencia de derechos dentro de la comunidad, a la desposesión de derechos que lleva a la exclusión social y la marginación. No ser considerado un sujeto de igual rango afecta “al sentimiento de no poseer el estatus de un sujeto de interacción moralmente igual y plenamente valioso”.[3] Este tipo de menosprecio supone la falta de auto-respeto y genera conciencia de inferioridad. Este sentimiento es el que explica que las mujeres tengan que demostrar continuamente lo buenas que son en aquellas tareas que realizan, y que no se permitan cometer errores sin quedarse hundidas en la sensación de incapacidad y, a veces, hasta de culpabilidad. Es por esto que sus intervenciones en el terreno social: trabajo, política, cultura, etc., estén marcadas por la inseguridad personal.
En este sentido es paradigmática la invisibilidad de las mujeres en la Historia de la Humanidad. Hasta el S-XIX la presencia de las mujeres es casi nula. Y todavía hoy, a principios del S-XXI, la presencia de las mujeres en nuestra sociedad, que suele considerarse avanzada en el terreno de lo público, sigue siendo deficitaria.
En los países llamados desarrollados el número de mujeres con cargos de responsabilidad pública es muy inferior al de los hombres. En los países llamados subdesarrollados la presencia de las mujeres en la vida social prácticamente no existe. En esas zonas del planeta las mujeres siguen siendo invisibles. (En este sentido el velo de las mujeres árabes es un símbolo de su deber de ocultarse, de su situación de excluidas, al ser todas idénticas bajo los velos, la individualidad es anulada, carecen de singularidad, no tienen identidad). Esta desposesión del estatus de igualdad, de no tener entidad respecto a la consideración social, hace que las mujeres sean consideradas como idénticas, es decir, intercambiables; frente a los hombres que son jurídicamente iguales, pero individualmente diferentes. Este tema ha sido desarrollado admirablemente por Celia Amorós.[4] Sin embargo, a pesar de las graves deficiencias que todavía hay en el terreno de los derechos, hay que decir que es la esfera en la que se ha avanzado más en la lucha por el reconocimiento de las mujeres, al menos en los países occidentales, o mejor dicho en los países del norte (ya que, después de la caída del telón de acero, el mundo ha quedado dividido en norte opulento y sur miserable). No hay que olvidar los logros jurídicos conseguidos en el S-XX, desde el derecho a la ciudadanía representado por el derecho al voto, hasta el derecho a la educación, al trabajo, a la participación en la vida política, al divorcio, etc. El tercer y último tipo de menosprecio es el que se refiere a la humillación axiológica, a la desvalorización de los modos de vida, a la inferiorización por el mero hecho de pertenencia a un grupo o categoría social; es el caso de menosprecio por razón de etnia (racismo), de elección sexual, como ocurre con los homosexuales, o de género, como ocurre con las mujeres, que es el caso que nos interesa aquí. Esta tercera forma de menosprecio socava la dignidad de la persona y produce la carencia de autoestima. La situación de inferioridad que sufres no se debe a lo que haces o a lo que tienes sino a lo que eres. Ser mujer significa ser inferior por el hecho de serlo (o ser negro, árabe, homosexual, gitano, etc.). Esta vivencia de inferioridad constitutiva y esencial es la que se ha intentado combatir, a veces, con la afirmación del orgullo de pertenencia a ese grupo que es causa de desprecio: “orgullo gay”, “la negritud es hermosa”, o “ser mujer es bueno”. En este sentido pueden entenderse algunas actitudes del llamado “feminismo cultural o de la diferencia”, que subrayan el hecho de nacer mujer como cualitativamente valioso. Un caso extremo de esta tendencia fue la defendida por Valerie Solanas, quien, elaboró un “Manifiesto de la organización para el exterminio del hombre”,[5] a principios de los años setenta en Norte América, organización que ella lideraba, en el que se afirmaba que los hombres son un error de la naturaleza, que la única utopía posible era un mundo de mujeres solas, y que las mujeres deberían exterminar a los hombres para poder reinventar un mundo armónico. En una línea no tan radical, pero de contenido ideológico parecido, se puede inscribir una tendencia del feminismo ecológico actual norteamericano, del que Mary Daly es una clara representante, quien afirma que las mujeres forman una asociación, casi mística, con la naturaleza y que por eso son nutricias, pasivas y amorosas, frente a la agresividad congénita de los hombres, inclinados naturalmente hacia la destrucción, por lo que pueden considerarse como violadores en potencia. Los hombres son esencialmente perversos, sólo habrá salvación si se feminiza el mundo.[6] Estas teorías me parecen equivocadas, en el mismo sentido en que me parece que el patriarcado se equivoca en esencializar el género y afirmar que los hombres o las mujeres son superiores o inferiores por naturaleza, y que nacen con unas disposiciones genéticas que condiciona sus expresiones, cualidades y capacidades. Yo pienso que lo sexual es natural pero que lo genérico es histórico, cultural y, por tanto, construido y susceptible de transformación.
El patriarcado, única forma de sociedad que hemos conocido, y padecido, ha elaborado a lo largo de la Historia toda una serie de cualificaciones y determinaciones genéricas, que en el caso de las mujeres constituye el llamado “eterno femenino”, que produce y reproduce todas estas formas de menosprecio que hemos venido analizando
[1] o.c. p. 160
[2] o.c. p. 161
[3] Honnett, o.c. p. 163.
[4] C. Amorós, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Ed. Antrhopos, Barcelona, 1985.
[5] V. Solanas, Manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre, Ed. Feminismo, 1977.
[6] M. Daly, Gyn Ecology, Boston, Beacon Press, 1978.
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