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María de la Luz

 

 

 

 

Después del sacudón, el silencio fue lo único que compitió contra el miedo que sentía. Pasado un período de tiempo, durante el cual recordé el primer estruendo tras el que sobrevino el caos y la confusión, aturdido, con la sensación de no poder articular palabra, despacio y temiendo otra envestida tal vez más brutal, tal vez más larga, me dispuse a juntar lo que había quedado en pie. Parte del techo se había venido abajo y la mayoría de los muebles se habían desplazado de su lugar o yacían despedazados por doquier. Se comenzaron a oír sirenas y voces en los alrededores. Eran las voces de los que buscaban a sus familiares, lo que me impulsó a salir al patio. Vi polvo que flotaba en el aire y las jaulas de los pájaros abiertas. En ese momento caí en la cuenta de que los míos no estaban en casa o lo que quedaba de ella. Y en mi desespero por comprobarlo, cuando regresé adentro, me corté con un trozo de cristal. Entre lágrimas observé los retratos vacíos. Solo objetos y paisajes desolados yacían en ellos. Aterrado los observé esparcidos por el piso y uno a uno los fui recogiendo: la mecedora cambada a la izquierda sin mi abuela; la bicicleta de mi sobrino sin silla y torcida la rueda delantera; la playa de Adícora, donde mis padres jóvenes y recién casados retozaron en su luna de miel, vacía; las flores del ramo de novia de la tía Margarita esparcidas por un oscuro y solitario altar, y, cuando ya los tuve todos entre mis manos, me senté a esperar la ayuda que iba a necesitar para salir en búsqueda de mis seres queridos. Quizás ellos habían abierto las jaulas de los pájaros en su frenesí porque también escaparan de aquel terrible terremoto.