Fatima-Martin-Rodriguez
Fátima Martín Rodríguez

Podías permanecer bajo el agua sin respirar durante un largo rato, tanto, que ni siquiera habías podido calcularlo porque la impaciencia siempre mordía tu espera. Otra habilidad inesperada. Todo comenzó cuando aparecieron las anomalías. Surgías desde la profundidad, llegabas a la frontera del agua y te introducías en el aire sin dificultad. Después trepabas a una roca y el sol agrio te secaba con su vaho. Luego te zambullías de nuevo para regresar. Tras mil metros, en la oscuridad azul, llegabas a la ciudad submarina, a Polis Thalassa, y te adentrabas en su arquitectura prodigiosa resistente al aplastamiento del océano mohoso.

La cámara pestañeó al percibirte desde la bóveda. Desde unas semanas atrás se activaban a tu paso todas las cámaras de Polis, Ulises. No era extraño, se habían despertado en ti algunos comportamientos inquietantes. El Organismo decretó el rastreo de tus movimientos. Nada podía arriesgar la Estabilidad, el principio primario de la sociedad. Todos conocíamos lo que sucedía con los desajustes químicos, su huella nociva en las células, las consecuencias tan adversas que arrastraban. 

Tras la Contienda de la Humanidad, nadie se atrevió a cuestionar las conclusiones drásticas a las que llegaron los mil diez supervivientes. Han pasado dos centurias desde la Fecha del Génesis, como la nombraron con dramatismo. No hay testigos de los Días Negros que oscurecieron la atmósfera. Huele a moho frío, como los contenedores del laboratorio. Así lo expresaste sin esperarlo, Ulises. Nunca habías pensado en esto, parecía confirmarse que tenías destellos de sensaciones con mayor frecuencia. 

El Grupo Preliminar lo había previsto. Aquellos científicos agruparon a los supervivientes y los eligieron por el Índice Genoma, una depuración establecida para regenerar a los humanos. Antes del desenlace, se descubrió el verdadero funcionamiento de los cuerpos, una revelación demasiado inquietante que explicó el objetivo de la existencia de cada individuo: <<Cada ser humano es un envase de células que se han asociado para sobrevivir, un sistema comunal perfecto de seres celulares que crean procesos y transmiten al cerebro las instrucciones para que el vehículo humano surta los elementos necesarios desde el exterior>>. Las instrucciones se establecían con emociones, con sentimientos, este era el idioma que utilizaban las células para emitir sus órdenes. Así, Ulises, abastecías las exigencias de tu cuerpo. 

Esta era la respuesta. No existían los individuos. La sensación de vivir se derramaba en un zumo de ingredientes químicos para hacer funcionar un vehículo. Eso era una persona, un artilugio que contenía una sociedad de células perfectamente organizadas. En realidad, no existías, Ulises.

¿Cómo no recordarlo? La eminencia que había descubierto esta verdad indigesta desgarró la posibilidad de cualquier ilusión metafísica, fe o alma. El sentido de la vida estalló y este vértigo precipitó los Días Negros. Un caos degenerativo ahogó el mundo. Suicidios colectivos. Rebeliones. Brotaron ataques en las calles, en las ciudades, incluso entre naciones. Algunos poseían escritos de papel donde se detallaban los infortunios: Los poderosos pulsaron los botones inaccesibles, se desmantelaron los laboratorios, las centrales nucleares, los suministros básicos. ¿Y los militares? Ni siquiera encontraron a los líderes y la destrucción se vertió en pocas jornadas. Las voces metálicas de viejas grabaciones lo afirmaron en las bases de datos.  

Los elegidos eran los poseedores de los genomas más equilibrados y no dudaron en organizar la sociedad renacida sin riesgo mientras se depuraba el planeta. Muchas centurias faltaban para tal logro. 

Supiste todo esto, Ulises, desde las primeras horas de tu vida, o era más acertado decir, de tu funcionamiento. Todo se programó, se ajustó. Fuiste radiografiado desde que eras un embrión y se corrigieron tus desajustes. Los porcentajes de la configuración genética ya predecían tu salud, tu proceso psicológico, tu duración vital. Era fácil controlar las agresividades, estimular tus habilidades, y sobre todo, detectar los procesos químicos de tus sentimientos, de tus emociones. De eso me encargué yo inyectado a tu muñeca. Era el mejor reloj celular que existía. Mis programaciones eran rigurosas y exactas, sobre todo al retratar tu esquema de ADN y predecir tus comportamientos.

Pero sobre cualquier aspecto, tu configuración era excepcional, Ulises. Ya se vaticinaba desde que se programaron a tus progenitores, escogidos en la estirpe Alfa, lo lógico para la Sociedad Estable. Por esto, fuiste integrado en el equipo hacedor de los relojes celulares, indispensables para el control químico, dispositivos individuales a los que pertenezco, que sometían todos los procesos del cuerpo, con especial atención a los sentemoc, destellos de reacciones sentimentales dominados con dosis de biomoléculas y electrolitos. Cada individuo recibía aportes de estas sustancias para equilibrar sus arrebatos, sus expectativas. Así, todo rasgo humano quedó envasado. Había que depurar la especie para evitar las devastaciones que era capaz de provocar. 

Esto generó un árbol clasificado de humanos en función de su utilidad hasta el final de la latencia en la polis submarina. Los individuos como tú, Ulises, con capacidades más globales, fueron agrupados en equipos de acceso restringido. El aumento de conocimiento podía provocar en estos individuos mutaciones genéticas que desequilibraban sus organismos. Seguro que recordabas cómo los datos nuevos desencadenaban procesos de información complejos sobre el entorno y eso alteraba los procesos celulares.

  En poco tiempo, te integraste en el equipo Beta, Ulises, fase anterior al Parlamento, el grupo decisor de la Sociedad Estable. El cénit. Lo lograrías, y yo lo facilitaba. En tal situación accedías a ciertas experiencias restringidas, controladas. Por ellas, podías realizar combinaciones en mi configuración para experimentar nuevos estados. Así probaste las primeras emociones con realidad virtual, por supuesto, en el recinto precintado. A los veinticinco años marinos de funcionamiento, una edad muy precoz, Ulises, sentiste por primera vez. Surgieron percepciones extrañas, vertiginosas. Acudieron a tu mente vocablos comparativos, extraños, ilógicos. Pocos eventos podían describir lo sentido, tal vez la calma como el sabor a fresa de alga, la risa como el borboteo de las piezas refrigerantes, el miedo como el vacío estanco. Diez minutos. El tutor volvía a equilibrarme con prisa. Confusión. <<El reloj celular permanece correcto, pero se mantiene la anomalía>>. 

Pero tu memoria, Ulises, generó estimulaciones imprevistas. <<Debe estudiarse la autonomía de este proceso>>. Un arañazo de recuerdo acudía de vez en cuando como un calambre de luz. Surgieron más y con más insistencia a pesar de que mis parámetros estaban ajustados. De pronto, mis indicadores se alteraron. Isadora entró en la cápsula 7, asignada al escudo marino, se presentaba para el primer reemplazo de la jornada. Grupo celular Isadora. Los individuos tenían cuerpos ajustados, perfectos, fruto de los ajustes genéticos. Todos. Pero Isadora. Isadora, recordaba a la espuma. Te explotó, Ulises. Lo registré. Como la espuma efervescente de las olas, sobre ti, cuando ascendías a la frontera, antes de traspasar al aire ácido, antes de cerrarse el traje anfibio. Como la espuma fresca. Espuma de latidos. La espuma viva en tu piel. Viva. Una nueva sensación destelló en mi pantalla. Turbación. Te asustaste al brotar la palabra prohibida.  Viva. Tu mirada se posó sobre Isadora. Su mirada se posó en ti, se posó hasta que desapareció en el interior de la cápsula. Arritmia. Cierto mareo. Respiraciones. Inflamación. Miraste tu muñeca. Me comprobaste, pero no había nada que ajustar. La cámara pestañeó.