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Rosa Galdona

Érase una revista de la ínsula canaria inmatriculada con el sobrenombre Acte. Érase en ella una pieza puntual  para cabales plumas dignas de agasajo. Éranse una ajuntadora de palabras a cargo de la empresa y una audaz facedora de historias con bondades escribientes merecedoras de ser contadas. Nárrase aquí de cómo fue la aventura y el celoso relato del entuerto que la intrépida ajuntadora de verbos armó.

Mª Candelaria Pérez Galván, que así se llama la invitada, nació en Tacoronte (Tenerife) el 2 de febrero de 1952. Entre 1973 y 1978, estudió Filología Hispánica en la Universidad de La Laguna (Tenerife). Ese mismo año, viajó a los Estados Unidos, becada por el Cabildo de Tenerife, para investigar en la Biblioteca del Congreso sobre la obra de Gabriela Mistral. Volvió a viajar a los EE. UU., para investigar sobre la narrativa de Gabriel García Márquez, pero no llegó a concluir ese trabajo. Durante los cursos 1979-1980 y 1980-1981, cursó algunas asignaturas de Filología Inglesa en la Universidad de La Laguna. En 1986, leyó su tesis de licenciatura, El sentimiento errático en la obra de Gabriela Mistral, fruto de aquella investigación realizada en su primer viaje a EE. UU. Ejerció como profesora de lengua y literatura en enseñanza secundaria. Ha colaborado, con diversos artículos, en el diario tinerfeño El Día y en  las revistas Liminar, Revista Canaria de Estudios Ingleses y Cuadernos del Ateneo de La Laguna.

Se ha ganado el pan ejerciendo como profesora de Lengua y Literatura en Enseñanza Secundaria. Ha publicado los poemarios Arena Solidaria (primer premio de poesía convocado por el CCPC, año 1985) y Desde mi origen (CCPC, año 1989). Tiene publicados además los cuatro primeros premios y un accésit obtenidos en el concurso de coplas Alhóndiga convocado en su ciudad natal (años 1981, 1982, 1984, 1996 y 1999). En narrativa, ha publicado un microrrelato (Rojo flagrante) en la colección Perdone que no me calle, y dos relatos en las colecciones Generación 21. Nuevas novelistas canarias (Por nada del mundo) y Momento de cosecha. En la colección A ratos con las palabras tiene un microrrelato y dos poemas: (La visita, y Playa de Fuerteventura y Siesta). Como producciones de mayor envergadura ha publicado tres novelas: El cazador de la inocencia, Pájaros sin cielo y Felisa en su mudanza (Edic. Aguere-Idea, 2015, 2018, 2019), y el libro de relatos Pieles Sensibles (Edic. Aguere-Idea, 2022). En la actualidad redacta su cuarta novela, y rescata y renueva viejos poemas inéditos con el ánimo de publicarlos algún día.

El currículo de la escritora es admirable, sin duda. Pero escuchemos de su boca cómo late una forjadora de historias… cómo vibra ese pensar y sentir y escribir en el interior de nuestra invitada…

―Cuéntanos, ¿qué es para ti la escritura: un ejercicio creativo, una necesidad comunicativa, un escape, un hallazgo, un lugar donde quedarse…?

―Todas las opciones que sugieres me resuenan en mayor o menor medida, pero, si hubiera de elegir una, diría que la escritura ha sido y sigue siendo para mí el gran hallazgo de mi vida: un procedimiento que me permite  desvelar y recrear mundos que me conciernen, desde la emoción, la intuición, el intelecto, la empatía, la memoria y el misterio que nos convoca desde el otro lado del espejo.

―¿Cuándo descubriste eso? ¿Llegaste a esa conclusión por algún motivo?

―Fue a raíz de la escritura de mi primera novela, El cazador de la inocencia. En origen había sido un cuento que, tras varios intentos frustrados por concluirlo, acabé desterrando en lo más profundo de la gaveta de mis producciones fallidas. Una vez que me prejubilé (soy escritora tardía), decidí sentarme a escribir narrativa, más allá del esbozo de algunos cuentos, que es lo que había estado haciendo hasta ese momento junto a la escritura de textos poéticos. Y, claro, desde el fondo de la gaveta saltó aquel viejo cuento inconcluso. ¡Imposible, una vez más, encaminarlo hacia el desenlace! Esta vez, después de años, la historia comenzó, sin embargo, a crecer y crecer entre mis dedos, como si saliera de lo ajeno y yo solo estuviera desbrozándole el camino. Había parado de resistirme en algún lugar de mi mente, y surgió una novela. En torno a la misma me hice muchas preguntas sobre la escritura y el proceso creativo. Las respuestas están contenidas en los elementos que nombro en la primera pregunta. A partir de entonces intento no desaprovechar la oportunidad de este hallazgo, porque entiendo que la escritura es una práctica que nos transforma para bien, y que debe estar al alcance de todas las personas.

―“Crecer y crecer entre mis dedos como si saliera de lo ajeno y yo solo estuviera desbrozándole el camino”, interesante manera de describir la gestación de una obra literaria…  Explícanos el vínculo que hay, en tu opinión, entre escritura y libertad, escritura y dolor, escritura y rabia…

―Libertad… lo que no es esclavitud, sometimiento. Escritura y libertad. La página en blanco es un espacio de libertad. La escritura es un acto íntimo, privado, desnudo, a nuestra entera disposición para manifestarnos tal como somos, querámoslo o no. Otra cosa son los fantasmas; la dudosa identidad de quién es quien escribe realmente, y qué incorpora al margen de nuestras honradas intenciones. Dolor, rabia: dos emociones, entre tantas que intervienen en el proceso creativo. Quienes escriben (como quienes leen) necesitan espolear sus emociones, sentir, reconocerse vivo, resucitarse en cierto modo, expandir sus límites existenciales que menguan en el transcurso de la vida, camino de la muerte (vano empeño de permanencia…, o no). Y esto se hace a través del vivir de los personajes, que se desnudan porque creen que nadie los ve, y de la intrigante y marrullera voz narrativa que cuenta como si lo supiera todo o, simplemente, abriendo ventanas para que miremos dentro o fuera (cuando no entre líneas: ese abisal espacio por donde se precipitan y de donde surgen tantas cosas).

―¿Dirías que tu forma de escribir está atrapada por algún tipo de saudade, de llanto por aquello que deja de ser humano en nuestras propias manos para ser otra cosa cruel y sin sentimientos?

―No tengo esa impresión. Yo diría que mi forma de escribir proviene de una voz que, aun identificándome con ella, siento que tiene vida propia; que sabe lo que hace y actúa en consecuencia, sorprendiéndome siempre. No creo que mi escritura esté atrapada en forma alguna; muy al contrario, creo que, cuando se dan las oportunas circunstancias psicológicas (factor externo), se desliza por una senda señalada desde el inframundo de la creación (nada que ver con dioses y demonios… ¿O sí?) hacia una meta. A veces, eso sí, se desvía por atajos que precipitan o, por el contrario, estrangulan el acontecer narrativo, y hay que parar, o mirar afuera para descansar la presión de lo visionario.

―Los lazos familiares, las genealogías, están muy presentes en tu obra. Parecen el enganche perfecto para tus tramas. ¿Es así? ¿Por qué?

―Sí, lo son. De niña (todo está en la infancia) me atrajo mucho ―aunque me creaba cierto desasosiego― la imagen de un árbol de cuyas ramas pendían los retratos de las personas “de la casa”, y cuyas raíces, aun hundidas en la tierra, permanecían a la vista, robustas, tremendas, telúricas: ¡quién podía tumbar algo así! No sé. Lo cierto es que, a menudo, en mis novelas y relatos, alguien de mi árbol genealógico (depende de su peso fructífero en la rama) asoma, de forma velada o explícita, y deja huella identificatoria; no de forma referencial, evidentemente, pero sí proyectado en algún personaje, su modo de pensar o de sentir, sus expresiones, algún hábito o actuación ante una determinada circunstancia… Hasta ahí, porque luego comparece el gran árbol genealógico: la familia-mundo: todos los espectros vividos —y probablemente por vivir— que han transitado e influido en nuestra vida, hayamos o no tenido conciencia de los mismos. Pero ese ya es otro cantar. En términos de literatura, considero que no creamos nada que no hayamos vivido (o viviremos) de una u otra manera. Somos pura materia literaria. Quien exclama entre suspiros: “¡Ay!, mi niña, mi vida es una novela” sabe muy bien, sin saberlo, lo que está diciendo.

A ver si va a resultar que lo que es verdaderamente literatura es la vida real; la vida que vivimos. ¿Hay alguien ahí que nos esté leyendo? Conteste, por favor.

―Desde tu punto de vista, ¿es el amor romántico, literariamente hablando, tan hermoso como nos lo han contado durante siglos? ¿Por qué? ¿Crees que la literatura nos ayuda a entender eso o, por el contrario, nos deja a nuestra suerte como lectores?

―El amor romántico en la literatura, como en la vida misma, es una ficción que esclaviza, subordina, que somete a las mujeres…; que adormece, que embelesa, que subyuga; que nos aleja infinitamente de la posibilidad de conocernos en persona y reconocernos como seres dinámicos capaces de transformarnos y de transformar; y, por qué no, de mostrarnos, como toda criatura que se precie, en todo nuestro esplendor. En la literatura romántica tradicional fuimos anhelo, y, para mayor despropósito, sublime: en consecuencia, lejano e imposible. De ahí, a convertirnos en ángeles o demonios: ángeles de amor, lánguidas y ensoñadoras criaturas, inalcanzables sombras que escapan entre las ruinas…; pero, también, mujeres pérfidas que abocan al amado a la desesperación y a la ruina moral, e incluso a la muerte.

En consecuencia, el desengaño; desengaño total para el individualismo exacerbado que se revuelve sobre sí mismo, y se erige, de espaldas, sobre la altísima peña frente a un mar de nubes, o en hordas revolucionarias guiadas por la libertad. A mí me gusta, sin poderlo evitar, lo que escribió Mary Wollstonecraft Shelley sobre hielos perennes árticos que se deslizan eternamente sobre las gélidas aguas, llevando un monstruo-niño desolado por la culpa, sin tenerla, hacia los confines del mundo. No, no es hermoso el amor romántico, que se prolonga en la creación literaria hasta nuestros días bajo otras formas de seducción estética y de contenidos. Aunque corren otros aires de libertad desde y para las mujeres, y se multiplican cada vez más las creadoras, sin ruinas en el paisaje, combativas, especialmente en tonos violetas, amantes y amadas de todo género, lúcidas e inteligentes. Propias.

― ¿Cuáles han sido tus lecturas decisivas, aquellas que han marcado tu forma de ver las cosas, incluso tu forma de abordarlas en la escritura?

―En la infancia, no tuve acceso a otros textos que los colorines o a algún que otro cuento que pudo caer en casa ajena. Sí que dispuse de un Quijote adaptado, en una escuela siniestra, que leíamos, sin tropiezo y sin pausa, azuzados por la amenaza del palo en caso de que perdieras el hilo de la lectura en ronda. También dispuse de todos los textos literarios que aparecían en los libros de la Enciclopedia Álvarez, que recorrí en sus diferentes grados (me encantaban las poesías rancias y las parábolas bíblicas, con su viñeta ejemplar). Luego vinieron las novelitas de Corín Tellado y Marcial Lafuente, y algunos ejemplares sueltos de  novelas por entregas. Más tarde llegó el imprescindible Círculo de Lectores, y pude hacerme con mi primera balda de libros (Los 25.000 mejores versos de la lengua castellana, Un árbol crece en Brooklyn…), que se fue multiplicando en el tiempo hasta convertirse en pequeño mueble-biblioteca, flanqueado por dos camitas chicas. Mientras, en las lecturas de Instituto (incorporación tardía a la reglada), recuerdo con evocación nostálgica que me atraparon la belleza sensorial de los textos de Lorca y la melancolía conceptual y la emoción delicada de Antonio Machado. Y el asombro de Tiempo de silencio, de Martín Santos… Y tantos otros títulos. En la Universidad, resumo que, de manera definitiva, descubrí con entusiasmo la literatura del boom latinoamericano, especialmente García Márquez, cuya obra me maravilló para toda la vida, y ha influido definitivamente en mi escritura. También hubo novelas esplendorosas de autoras afroamericanas (Toni Morrison, Alice Walker…), y otras de autores como Ralph Ellison o Saul Below, conocidos, unas y otros, a través de mis estudios tangenciales de Filología Inglesa. Y, a un tiempo de toda esta literatura de estricta programación académica, una oportuna lista de novelas, especialmente recomendadas, elegidas, deseadas… hasta llegar, en los últimos años a la literatura más luminosa para mi propia creación: la procedente de las escritoras anglosajonas Alice Munro, Margaret Atwood, Katherine Mansfield, Lorrie Moore…; la brasileña Clarice Lispector, las españolas Marta Sanz, Sara Mesa...

Todos y cada uno de los textos que he mencionado (incluyendo los colorines) están en el origen, el desarrollo, y estarán en el final de mi producción, especialmente narrativa. Ahora bien, lo que de verdad ha marcado completamente mi escritura y el modo de ver y comprender la vida que se proyecta en ella ha sido el cine. Existía una sala (cine Crespo, primero; luego, Princesa) en mi propia calle, y, durante años, desde los seis en adelante (recuerdo la dificultad para repantigarme en el asiento), asistí a sus proyecciones cinematográficas, prácticamente a diario. En tal sala no existía la cortapisa de la clasificación por edades de las películas, de manera que tuve la oportunidad impagable e inagotable de ver infinidad de filmes de todas las épocas y condición estética y argumental, desde bien pequeña. 

La verdad es que no he sido una lectora con fundamento, autónoma y prolífica; me han tenido que animar, inducir o espolear algunas amigas; y, para la creación, una inolvidable profesora de instituto (Ana Rosa Carazo). A todas ellas, en secreto, he dedicado siempre, en la memoria de los más gratos recuerdos, mi más que modesta producción literaria.

―Tu tesina fue sobre Gabriela Mistral. Cuéntanos el porqué de esa elección. Seguro que investigar sobre ella te descubrió valores literarios de esta escritora que el gran público desconoce. Fue la primera Premio Nobel de Hispanoamérica y un referente de la literatura chilena del siglo XX, pero ¿qué nos puedes añadir que nos impulse a acercarnos a su obra?

―La lectura casual (si es que las casualidades existen) del libro póstumo de Gabriela Mistral, Poema de Chile, me sedujo desde las primeras páginas. De inmediato surgió la identificación con el viaje —de una profunda significación simbólica— que el ser poético, en estado fantasmal, realiza, a todo lo largo y lo ancho del país chileno (de la naturaleza chilena), acompañado de un indito y un huemul a los que revela el sentido de la marcha. A partir de esa lectura busqué la obra, y la encontré —con el tiempo, porque apenas circulaba nada de la producción de esta autora— en las Poesías Completas (Biblioteca Premios Nobel. Aguilar). De este hallazgo surgió el deseo de estudiar sus textos poéticos, y la elaboración de la tesina (La configuración del sentimiento errático en la obra de Gabriela Mistral). Había entonces un alarmante prejuicio lector y de la crítica a la hora de abordar la obra de la autora chilena. La temática infantil, trágico-amorosa y religiosa en sus poemas fue penosamente utilizada por instituciones conservadoras y críticos timoratos para encasillarla en la noción de maestra rural, poeta amantísima de los niños y de un amante suicida, y creyente fervorosa. Nada más lejos de la realidad. Su canto enraizado y comprometido con la tierra y las poblaciones indígenas; su preocupación por la situación de pobreza y desigualdad que sufren las mujeres de la América que ella sentía viva, fecunda y nutricia para toda su gente, sin diferencias de clase o condición; su preocupación por la salud y el futuro de la infancia… se manifestaron como temas de superficie sobre un trasfondo de profundas vetas de intuición creadora que llevaron a Neruda (que sí supo verla) a decir: “Quien los escribió (se refería a Los Sonetos de la Muerte) conocía la tierra y sacó de la tierra su fuerte fecundidad… Amasó la greda magnética del norte chileno y esa tierra luminaria se le quedó en los dedos”. Desde ahí recomendaría que la leyeran; sobre todo ahora, que, en los últimos años la reivindica el feminismo y ofrece sobre ella perspectivas desconocidas para la crítica y el gusto lector común, y que la reivindica también la juventud chilena, y la abandera como una escritora para la libertad y el compromiso y el amor y respeto por la naturaleza.  

―¿Qué etapa de la literatura universal prefieres como lectora? ¿Y como escritora? ¿Por qué?

―No tengo preferencia por una etapa en particular. Mi aproximación al texto literario, aun cuando la debía de tener en cuenta, no ha sido precisamente desde la consideración intelectual que lo sitúa en un contexto histórico e ideológico. Soy muy lenta y desapasionada en estas cosas. En lo que respecta a la literatura española, disfruté en cada momento de lo que me enseñaron con gusto y sensibilidad,  y del acceso a obras literarias que, en el transcurso del tiempo, buscaba o llegaban a mis manos y daba gusto leerlas, pertenecieran a la etapa que pertenecieran. Lo mismo con otras obras de otras latitudes (siempre me ha gustado más lo que me resulta ajeno). Quizá alentada por las adaptaciones cinematográficas de grandes obras literarias de todos los tiempos, me he aproximado más, que por las lecturas, a esas etapas. Soy de las que creo que las imágenes artísticas revelan dimensiones insospechadas de la naturaleza humana y del mundo, que prenden y se quedan en nuestra mente en imaginarios estéticos muy poderosos como materia subyacente selecta para crear textos literarios. En mi caso, como escritora, y referidos al cine, esos imaginarios han resultado fundamentales. 

―Danos una lectura de mesa de noche…

―Definitivamente, una sorpresa mayúscula gracias a la actividad lectora del club de narrativa Círculo del Conocimieno de Tacoronte, al que pertenezco:

Manual para las mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin. Me llevaría una página entera referir lo que admiro de este libro. Son cuentos de una profundidad psicológica diferente; elaborados desde ángulos inesperados y una estética sutil, poética y luminosa (imágenes sensoriales… de cine) que me han arrebatado el corazón y el intelecto desasosegado. Son cuentos para leer y releer, trozos del mundo que se te deslizan entre los dedos como agua pura y cristalina.

―Un sinónimo de literatura para ti…

―Por decirlo en una frase: Eso con lo que nos relacionamos para sentir mucho más allá de “en la medida de lo posible”.

―¿Nos salvará la palabra de la falta de humanidad que padecemos? ¿Nos ayudará, “en la medida de lo posible”?

―Yo creo que la palabra nos ha salvado la vida. ¿Qué habría sido de nosotros aullando de dolor por esos páramos y esas selvas, y esos desiertos y esos roquedales que habitamos, sin otra manera de expresar la amarga incertidumbre de vivir camino de la muerte? De la falta de humanidad quizá nos salve el silencio profundo y quieto.

―¡Qué hermosa afirmación, y qué literaria! Estoy de acuerdo contigo. Pero vayamos a la fuente, a tu obra. En Felisa en su mudanza leemos:“Por un instante le resonaron en la memoria los trinos de los pájaros en el silencio brumoso de aquel paraje que parecía despoblado de gentes y habitado de almas. Y le vinieron, también, los ecos de otros sonidos familiares como el áspero trajín sonoro de las escobas por fuera de las casas, o el rumor incesante del agua gorjeada en la atarjea. Por eso comenzó a jugar a taparse y destaparse los oídos; a interrumpir el flujo de sonidos dolorosamente entremezclados del mundo de allá arriba, recién dejado atrás, y de este mundo incierto que se precipitaba hacia ella como queriendo comérsela a tramos de bocacalles, esquinas y alguna que otra plazoleta”.

En este pasaje, no exento de cierto realismo mágico, la autora se recrea en dibujar un entorno delineado trazo a trazo, como si cada sonido, color u olor fueran determinantes en la conformación de la historia. Además, oteamos una novela de migración, de iniciación, de campo y ciudad, de paisajes conocidos y otros recién descubiertos, de aventuras, de caminos en pos de sueños, de mujeres que se apoyan para crecer y avanzar. La autora nos cuenta a propósito de esto, que la historia se forjó a partir de “la memoria de la niña que una vez fui […] Todos los personajes vivían en mí, en mi familia, en gestos, palabras y hábitos de la gente que me rodeaba, pues cuando tenía dos años mi familia emigró”[1].

Pero también hay paisaje interior, paisaje humano, que se dibuja con un léxico tan auténtico que pareciera que escuchamos a alguien en nuestras calles ( “¿ Te acuerdas, Felisa, cuando sacábamos las sillas y nos comíamos la tortilla sentadas en el patio, que nos daba el sol en todo el jocico como si fuéramos dos extranjeras? ¡Mira que éramos bobas!). O cuando leemos una sororidad exquisita entre madre e hija: “Y cuando Felisa, desolada, apagó la luz y se metió en la cama vestida con el falso y abrigada con la rebeca gruesa porque sentía escalofríos, se sintió pequeña y encogida; tan desvalida como su propia hija que, de tanto en tanto, y entre sueños, suspiraba pegada a su espalda como si se quejara todavía”.

En Pieles sensibles, su libro de relatos, descubrimos personajes femeninos poderosos, forjados con una maestría y un calado que deja al aire una cosmovisión femenina pocas veces vista con anterioridad. Las mujeres que corren por las páginas de este libro de relatos son hembras auténticas. Son fruto de la costumbre, son víctimas de lo cotidiano, son hijas de los pecados del hombre y de las ínfimas andanzas de la mujer de nuestros pueblos. Son mujeres criadas entre costuras y calderos, entre orfandades y cariños desdibujados. Mujeres que saltan de las páginas de Candelaria Pérez Galván para nombrarse como seres creados para nombrar lo femenino en primera persona con una contundencia incontestable.

En definitiva, leer a esta mujer es navegar por historias y fingimientos que retratan con lucidez e ingenio los aconteceres que pocas veces se narran de forma protagonista: las de las mujeres, las de sus ensoñaciones y preocupaciones, las de sus sentires y pesares y pensares. En primera persona y en primera página. Y tejido, además, con una profundidad en el tratamiento de los personajes y con una originalidad en el entramado de las coordenadas espacio temporales que hacen de Candelaria Pérez Galván una de las voces más poderosas de la narrativa canaria actual.

― Dime, ¿quieres añadir algo que no te haya preguntado?

―No se me ocurre nada. Esta ha sido una entrevista de enjundia, y la he disfrutado mucho.

Pues bien. Ya ven, queridos lectores. Nuestra invitada, aparte de una gran narradora, es una persona humilde, sincera y sensata en sus respuestas. Y en el conjunto de su pensar, añadiría yo, incluso. Aquí queda escrito su testimonio sobre lo que entiende, aprende y emprende esta mujer tacorontera amante de la pluma. Lo que entiende por vivir. Lo que aprende viviendo. Lo que emprende para seguir aprendiendo. Candelaria es un paradigma viviente de la mujer que escribe construyendo su mundo. Hemos de desearle que ese cosmos literario siga creciendo. Que ese Comala suyo, inventado y mamado, sutil y robusto a la vez y de tan arraigada y robusta raíz femenina, siga siendo un lugar único e irreemplazable, al que se pueda seguir acudiendo. Que sigan naciendo, como ella afirma, “mundos que me conciernen, desde la emoción, la intuición, el intelecto, la empatía, la memoria y el misterio que nos convoca desde el otro lado del espejo”. Que así sea.


[1] https://diariodeavisos.elespanol.com/2022/11/mujeres-guerra-civil/

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